martes, 17 de abril de 2012

LA MALA IMPRESIÓN



Con un breve estallido acústico y el último resuello del mediodía, se cerró el micrófono y murió, en aquel interesante capítulo de marzo, un turno de preguntas demasiado esperado. Los segundos posteriores al final dibujaron, con un trazo menos disuelto de lo habitual, un panorama desolador: hacía tiempo que el personaje que había ocupado el plano espaciotemporal del cuadrado rectángulo que tendría a bien llevar el nombre de ‘sala de prensa’ no hablaba ante el transductor, lo que generó aquella tarde una expectación tan masiva como descontrolada. No en vano, y por primera vez en muchos meses, el aparcamiento reservado exclusivamente a los diversos y variados operarios de la prensa había sido colapsado varios minutos antes de la primera pregunta. Los que no llegaron a tiempo, desde sus respectivos rincones de la capital a Valdebebas, la cola del cometa de una urbanización espaciosa e idílica, de adoquín iridiscente y leyenda histérica, detuvieron y apagaron sus motores lejos, apartados del grupo. Una buena metáfora con la que aguijonear, sin dolor, una orgásmica sobremesa de primavera, ardiente.

Tras hablar el personaje, donde para unos empezaba el trabajo, para otros había terminado. Era viernes. El sol animaba al compadreo, pero pese a la luz natural, era la de los focos la que las plantas de interior, inmóviles en su tiesto, buscaban estirando el cuello aun a sabiendas de que podían entorpecer la quietud de un cuadro pluscuamperfecto. Quedar fuera del turno de preguntas al personaje había dolido a unos, pero a otros parecía haberles hundido la carrera. En especial a una. No demasiado alta, no demasiado esbelta, no demasiado bien valorada, resopló, levantó la frente y ya con los altavoces apagados, se levantó iracunda y ofendida de su silla. Salió a trompicones entre dos compañeros de profesión y agarró tan pronto como pudo su teléfono móvil. La escena que sigue recordó en un vahído febril al delirio de satén de Tim Burton en ‘Pesadilla antes de Navidad’.

Al otro lado del teléfono, alguien inquirió: la indignada, agotada de quererse y atropellando sus palabras, clamó por un trato afín a su status, eso sí, cerciorándose primero de que nadie la escuchaba: “¿Te lo puedes creer? ¡Me han dejado sin preguntar! Ha preguntado el de Radio Mi Barrio, el de Fulanito TV… ¡Y yo no! Ya ves. Qué fuerte…”. Era la viva aunque hiperbolizada imagen del Doctor Flinkenstein pidiendo consideración a Sally, la cabal y silenciosa amante de Jack en el referido largometraje, después de que ésta rehusara a probar la cena que había manipulado para dormir a su creador: “Me quieres matar de hambre. A mí, el ser que te dio la vida”. Tamaña maniobra sólo podía encontrar palabras tibias de consuelo al otro lado, algo que jamás nadie podrá probar, pues el tiempo pasa rápido, y más en Valdebebas, un laberinto de flashes repetidos en el que no cabe ser mejor, sino parecerlo. La falta de respeto al resto de compañeros de profesión cuyas preguntas sí habían sido entrado en pulcro orden en el turno sirvió para dos cosas, amén de para retratar a la malacostumbrada y poco humana protagonista. Una, desvelar una miseria enquistada: la parálisis de un universo viciado que genera monstruos sin corazón que no entienden de temporalidad. Otra, agitar a las lenguas menos interesadas del cubículo entre los dientes. De qué servía entrar a pelear al barro, qué estúpido y sombrío consuelo podría encontrar un idiota peleando con el que le ha provocado. Ninguno.

Dejar a la poderosa mente humana vagar libre y atar las manos del exabrupto sirvió en aquella ocasión para mi quien, desinteresadamente, sí había escuchado el desprecio de la ofendida a sus compañeros. Sólo porque pasaba por allí, y porque, como un alma en pena raída por la soledad, no incomodé en nada el derrotista discurso al teléfono. Había pasado desapercibido, pero lo había oído todo. “Radio Mi Barrio… Fulanito TV… Qué fuerte”. Valiente egoísta, espectro malvado con asuntos pendientes en tierra firme. El llanto de quien espera más de figurar que de aportar. Ni que le fuera un Pulitzer en ello. Un premio de consideración inspirado en la figura de uno de los precursores del periodismo amarillo, de los titulares exagerados, el formato sábana y la verdad a medias. Hundido en varias consideraciones de este tipo permanecí quieto y petrificado como único espectador del disgusto, cuando una voz que reconocí enseguida arrancó el ahora del antes. Esta, de las más azotadas en las redes sociales, ese juguete al que conviene desengancharse mientras se esté a tiempo. “Hola, ¿cómo estás? Hoy no te han dejado preguntar, ¿eh?”. “No, no ha habido suerte”. Me sorprendió ver que quien me saludaba era uno de los protagonistas que encarnaba el escozor habitual y reconocido del entrenador tubalense que hacía unos minutos había repartido algunos caramelos envenenados entre los que le hacían preguntas. Me tendió la mano y acto seguido, sin tiempo para el recreo, volvió a desaparecer. Habíamos coincidido dos veces en seis meses, pero su esfuerzo por recordarme y ser humano me conmovió mientras todavía recordaba a la otra impostora quejarse amargamente de su infortunio. Es difícil, para el que empieza, que nadie le tome en serio si no simula ser amigo de todos, sin importarle ninguno en particular más que para que le cuele el currículum por debajo de la puerta si algún día llega el momento.

El detalle del periodista, injustamente insultado en demasiadas ocasiones por sagaz y valiente, recortó la tensión que había levado al cielo la otra, quien ya había apagado el teléfono y tecleaba sin ilusión por vivir en el teclado de su portátil, a apenas cinco metros de distancia. Un par de compañeros se acercaron a pulsar su estado de ánimo, como si hubiera perdido a un familiar. El entremés se volvió tan repulsivo que tras comprobar la hora y comprender que todavía quedaba trabajo por hacer fuera de aquel universo paralelo e inalcanzable, abandoné la silla y puse rumbo al coche, aparcado en la otra punta del universo. Desde la puerta del ascensor me despedí de todos, incluida ella, con un hasta luego formal. Atribuí a la mala acústica, nunca a la mala educación, que ninguno de ellos correspondiera. Bajé las escaleras, libreta en mano. Tenía apuntadas varias preguntas que hacer, no sé si buenas o malas. No iba a improvisar. Pero no pudo ser aquel día, y el cielo seguía en su sitio. Algunas avispas adelantaron la vuelta al curso, merced al termómetro, acompañando de reojo y entre los matorrales, sin maldad, mi camino. Con o sin oposición a premio, resultó ser un paseo agradable. Y a la libreta aún le quedan hojas.  

1 comentario:

  1. Joel @Pistachu_8118 de abril de 2012, 9:51

    Buenos días, ante todo gracias por alimentar mi mente con este metafórico texto. Yo lo he interpretado a mi manera, y me puedo equivocar.

    En un mundo tan mediatizado y competitivo, la respuesta ante el "fracaso" es hacerse fuerte y mejorar. Pulir esos defectos que pueden haber causado tu desdicha. El tiempo tiene demasiado valor como para perderlo lamentando tu mala suerte o el trato discriminatorio que has recibido. Posiblemente esta chica buscó excusas en una sala de prensa que, precisamente, rezuma de excusas en su ambiente. Emulando a mi supuesto protagonista de la historia echó la culpa al empedrado, a UNICEF o a la Madre Superiora. Para luego encerrarse en sus miserias tal vez buscando condescendencia entre los demás y/o prepararse el camino hacia la reválida. Es una forma válida de tomarse el trabajo, incluso la vida.

    A tí tal vez te fue igual, o tal vez un poquito mejor, no lo sé, no me ha quedado claro. Pero simplemente naturalizaste la situación. No es más que otro día de trabajo. Bendito trabajo. Presentarte ahí con tu libreta y tus preguntas anotadas. Buscar en tí mismo lo que puede interesar al resto del mundo. ¿No salió? Tal vez no fue el día, mañana será mejor.

    Y tranquilamente PASEASTE hacia el coche, sin nada que reprocharte ni nada que reprochar. Incluso en la despedida cumpliste con tu deber. Tal vez fue la acústica. O tal vez no. Tal vez estaban demasiado encerrados en sus miserias como para preocuparse por ellos mismos.

    Un abrazo, y perdón por la intromisión.

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