lunes, 16 de abril de 2012

NUESTRO AMERICAN WAY OF LIFE: Introducción




Una conocida canción napolitana de los años 50 resume perfectamente ese cada día más ferviente y marcado sentimiento migratorio que tenemos los europeos con respecto a mudar nuestras vidas a los Estados Unidos de América -nótese que citar el nombre al completo dota al texto de una épica significativa-; un sentimiento que, permítaseme decirlo, ha intentado emularse dentro de las categorizaciones geográficas que antaño fueron acotadas hasta componer este país llamado España y que, déjenme de nuevo arriesgarme, en ningún caso ha conseguido definirse, ni ideal ni territorialmente hablando. ‘Tu vuò fà l’americano’ (“Quieres hacer(te) el americano”) cantaba Renato Carosone al son del swing y el jazz lo mucho que intentaban los sureños italianos asimilarse a ese estilo de vida tan alabado y anhelado como denostado y repudiado; aquel american way of life que en tantas ocasiones se ha visto amenazado por majaretas pilotos islámicos, carnavalescos y destructivos huracanes y trascendentales y catastróficas decisiones financieras -que nos lo pregunten a nosotros-.

Ya en 2012, con la careta de ‘panolis’ bien puesta y con el objetivo de recuperarnos para volver a hacer el tonto el año que viene, los españoles seguimos empeñados en recoger todos los frutos sin preocuparnos tan siquiera, claro está, de entender el proceso de cultivo que crea el provechoso beneficio del desarrollo productivo. Estamos perdidos en una carrera ausente de valores, aquellos que en cambio sí se pregonan fervorosamente al otro lado del charco, “¡Individualismo!”, “¡Igualitarismo!”, etc. En esta columna, con la que pretendo analizar en clave social, cultural e incluso política los detalles que nos hacen estar donde estamos, descompondré todos aquellos controvertidos aspectos relacionados con el sueño y estilo de vida americanos, unos ethos que aplicados a España han tenido su correspondiente efecto negativo -y positivo en algunos casos-. Con ello no pretenderé ser el mejor conocedor del American way of life, puesto que curiosamente mis pies -y no se me tiren encima por ello- jamás han pisado la imperialista y rica tierra norteamericana, pero sí trataré de atisbar cómo un poderoso interés consumista, personalizado por esa enfermedad tan contagiosa y repugnante que es la envidia, consiguió que un país lleno de funcionarios, hipotecados y futbolistas terminase siendo el principal coladero de, otra que tal, Europa en crisis.

Si analizamos el contexto histórico de ambos países con detenimiento es fácil, qué demonios, obvio, que poco o nada tenemos que hacer en términos económicos contra el gigante estadounidense. Las aptitudes financieras españolas se han enfrentado a demasiados obstáculos a lo largo de nuestra reciente historia; España se ha visto vapuleada por un ya excesivamente denostado régimen dictatorial -que no totalitarista o fascista, pese a que muchos no entiendan que es mucho más fácil renegar de esa palabrería para despegarnos de nuestro relativamente oscuro pasado- y tras salir de él, transición democrática mediante, todavía tuvo que asumir una perniciosa correría antes de retomar el vuelo -si es que acaso lo tomamos alguna vez desde Felipe II-. Tuvo que ser el generoso abrazo de Europa el que finalmente nos colocara de nuevo en el mapa y nos impulsara definitivamente como un país a tener en cuenta. Claro que si todo está fundado sobre una mentira, sobre una realidad monetaria virtual bien decorada pero bastante menos que decentemente cimentada, sobre una burbuja inmobiliaria hinchada a base de agua, jabón y cuerdas y sobre un sueño a la altura del que vivieron mis beloved norteamericanos en los fabulosos años 50, entonces es cuando tenemos que mirar hacia atrás y darnos de bruces contra la realidad más absoluta: no dimos la talla.

El nacimiento del consumismo tal y como lo conocemos hoy se ejemplifica perfectamente en la década de los años 50 en EEUU. Las grandes empresas fomentaron la compra de productos mediante la ya tantas veces comentada obsolescencia programada -con lo que se volvieron tremendamente productivos-, los ciudadanos arriesgaron sus ahorros en la creación de nuevos negocios, los bancos cedían créditos sin apenas impedimento y la Reserva Federal y su superávit actuaban como protector ante cualquier posible recesión económica. El ínfimo índice de paro también ayudaba a que el desarrollo nunca frenase en demasía y el American Dream justificaba sus argumentos sustentado en unos pilares admirablemente bien levantados. El american way of life se convirtió entonces en un sueño cumplido, en un estilo de vida posible, palpable, real. El problema es que el impacto que causó semejante boom despertó la envidia de otros tantos países, deseosos por rivalizar con el ya Imperio Estadounidense. En España, y debido al proteccionismo franquista, la cultura anglosajona tardó en hacer mella por culpa de la censura y las limitaciones económicas, restringidas por el incandescente ruralismo nacional, que impedía cualquier ambición capaz de traer el progreso real al país. Pero la Transición derivaría en una apertura mercantilista muy importante, y tras ello vendría la entrada de España en la Unión Europea, lo que a partir de la segunda parte de los noventa derivó en nuestros “fabulosos” 90, un engaño propio de la propaganda más subversiva.

Culturalmente la EXPO de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona de 1992 supusieron un éxito absoluto: tuvimos el protagonismo merecido y ganamos la confianza del extranjero necesaria para afrontar los años venideros. Y aunque Felipe González no se entendiera con Jordi Pujol para aprobar los presupuestos, al menos Aznar pudo llegar al gobierno para terminar de redondear una economía en pleno auge. En 2002 despareció la peseta y arribaron el €uro y la certidumbre de que lo que ocurría era auténtico, de que podíamos confiar en los bancos y en el gobierno. Pero lo demás ya lo sabemos, o deberíamos saberlo, todos; Aznar aprobó la ley de Suelo, se empezó a construir como si no hubiera un mañana, la inmigración alcanzó cotas altísimas, la construcción dio una ingente cantidad de empleos, los ciudadanos seguían comprando y ¡ale!, casas, coches, hipotecas, créditos… ¡hasta yates si hacía falta! Se siguió la filosofía del “con mi trabajo puedo con todo”, “esto nunca se acaba”. En Estados Unidos sucedió algo parecido, no vayamos a dejar todo lo malo para la españolitis, pero al menos tenían un país hiper-industrializado, apoyado en unos valores que imponían ese individualismo y esas ganas de trabajar tan características y no se dejaban llevar por el alto funcionariado, o se amparaban en sus bajas laborales para seguir cobrando, o mostraban una actitud pésima a la quinta hora de haber entrado a trabajar (“¡Es que llevo cinco putas horas seguidas currando y tiene que venir usted a pedirme un café con leche cuando estoy a punto de cerrar, manda huevos!”), o se refugiaban tras el escudo de los sindicatos para esquivar el despido y cobrar más dinero de los contribuyentes.

Hay un problema de base muy característico y que ya he comentado clamorosamente con anterioridad, y es esa propiedad tan característica de los españoles que tan poco vemos en la actitud norteamericana y principal foco de comparación de este análisis, la envidia. La figura del empresario, por ejemplo, ha sido totalmente villanizada por la izquierda española, y de hecho los principales enemigos del “pueblo” son ahora mismo Emilio Botín y Amancio Ortega, dos españoles hechos a sí mismos que ahora resultan ser sospechosos por haber salido airados de tan abultada crisis. En el caso de Ortega resulta increíble que con la de puestos de trabajo que crea se le denoste de semejante manera, pero la incredulidad desaparece cuando nombramos a esa actitud tan macabra y repugnante que es la envidia, una de la que es imperante deshacerse cuanto antes para poder seguir desplazándose hacia el lado positivo de la balanza.

Todo y que existe un problema de fondo aún más grave, y es esa separación geográfica que también comentaba; una por la cual el patriotismo ha pasado a mejor vida para ser reconocido, desde hace ya demasiados años, como un sentimiento de procedencia fascista, ligado a las águilas imperiales y a la Inquisición más extremista, y no como lo que realmente es, un sentimiento que puede mover a un país hacia la salvación económica. Porque el patriotismo, aparte de cómo un sentimiento que puede promulgar la unidad de un territorio, también puede funcionar en otras esferas, como en aquellas por las cuales terminaríamos denominándonos europeístas.

Imagínense entonces a una Europa unida, a una España que lo esté todavía más, a unas empresas nacionales en las que la envidia hacia el empresario no exista, en las que los trabajadores sientan pertenencia hacia lo que hacen, en las que se promulgue el individualismo, la compensación y la ambición por el trabajo bien hecho… mola, ¿eh? Pues así son los americanos… idealmente hablando, claro. El excepcionalismo americano tiene muchos puntos de análisis que han definido lo que es la nación estadounidense hoy en día; son aspectos, al fin y al cabo, que aquí hubiéramos sido incapaces de desarrollar vista nuestra turbulenta historia. Por tanto, y con tal de entender (vosotros, y espero que yo) las diferencias históricas que nos han hecho tan cazurros a nosotros y tan espectacularmente hábiles a ellos, dejaremos un cliffhanger bien bonito para el próximo episodio de esta pesimista y (espero) interesante columna.


4 comentarios:

  1. Menudo artículo pretencioso.

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    1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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    2. A mi me ha gustado y mucho.
      Imagino que hay opiniones para todos los gustos.
      Me parece original el enfoque que hace el autor, la comparación USA-España y se agradece el nivel y la calidad que muestra al escribir

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  2. Comoooor? No me he enterado de nada. Me lo puedes repetir??

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